Yo siempre había creído que el diálogo era la única manera de solucionar los problemas. La violencia no valía, porque el dolor sólo engendra dolor y se expande en bucles infinitos de destrucción. La ley del ojo por ojo nunca me gustó. Hay más de un tuerto sin culpa ni pena, que paga por estar en el lugar y momento equivocados.
Caso a parte es el de ETA en España (y Euskadi, claro). Siempre defendí que, para acabar con los terroristas, había que empezar por la educación en las escuelas. No educar en el odio es un buen punto de partida, creo yo.
Pero en un momento determinado mi forma de pensar dio un giro radical. Fue un siete de marzo, a dos días de las elecciones generales de 2008. Estaba en la Plaza Mayor de Morales de Toro con unas 300 personas más y con una sensación de impotencia que lo llenaba todo.
No conocía a Isaías Carrasco, pero había pasado muchas veces junto a su casa. Su hija mayor era de mi edad. A su hija menor, como he podido saber después, le siguen haciendo la vida imposible en el instituto.
No le conocía, pero ese día la sangre me hervía de rabia. No era un asesinato político, porque se había retirado de la vida política un año antes. Fue un tiro por la espalda. A mala leche. Al blanco más fácil.
Antes pensaba que se podía dialogar con un grupo de asesinos. Que, al fin y al cabo eran personas. Desde ese día, la verdad, ya no sé qué pensar.
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